martes, 17 de junio de 2008
El placer de degustar
El placer del gusto es un de los más rudos goces a los que debe someterse el ser humano. El tacto íntimo y disolvente que se guarda en la lengua se cuida poco del pudor una vez que ha sido ofrecido. Rechazar es tardío a lo que ha caído en ese ávido músculo ungido de miel transparente y ligera, tibio con la llama oculta de un rescoldo olvidado. Sazonado con el aliento bruto que huye del pecho, bañado con las especias de lo que nos nutre. Sin embargo, dulce es la miel y cargada, embriagante como la fruta madura y su licor. Más dulce aún el compartir el gusto con otro semejante, el encuentro sin metáforas de dos alientos acezantes que hunden la voz y la postergan.
La Derrota
¿Cuál es el sentido de la derrota?
Debería preguntarse si el sentido de la derrota es el mismo al de error. Aunque el primero parece tener una filiación más cercana al ánimo beligerante, el otro con la tradición de la razón y el conocimiento. Sin embargo, no necesariamente la derrota puede ser producto del error, y quién sabe si un error conduzca a la derrota.
La vida está hecha de error. Es falible. Pretender lo contrario es mentir, engañarse. La vida es incontrolable --quizá de ahí que sea femenina la palabra--, pero muestra también la fuerza humana. Si como personas somos capaces de sobreponernos a los fallos y continuar, quiere decir que el error no es absoluto. El error es sólo un plazo vencido antes de tiempo, antes de la asunción de una idea mediante su realización en comunidad con el mundo.
Así, la derrota puede tener un paralelo: la derrota es la alternativa a una idea de éxito. Frente a la ignorancia que nos es revelada en el error, la derrota nos muestra el fallo de nuestro deseo. Mucho más combativo que las tradiciones apaciguadoras de la razón. Lo que descubren tanto el éxito como la derrota tiene que ver más con la sabiduría y la vida, que con un superficial conocimiento de las cosas: tiene que ver con el sabor de nuestra propia y real existencia. No con la entidad abstracta de lo que somos.
El error nos puede dar un sí y un no; y afirma después que significan ese sí y ese no. La derrota nos dice porque es deseable el sí y temible el gran no. El error puede ser tomado hegelianamente, y decirse con serenidad de que cumple una función que nos pone en armonía con la realidad. La derrota nos muestra que la voluntad es feroz y el deseo nos carcome.
La belleza del deseo que carcome es que jamás se satisface, no pude yacer henchido al lado nuestro. No se llena de nuestra carne aunque nos vaya minando. Al contrario, puede llevarnos hasta los huesos y seguir espoleándonos, empujándos irrebatible y sin fatiga. Silencioso y contundente como un pequeño Eros enloquecido con espejo.
El sentido de la derrota es que nos pone en juego, nos reclama y nos humilla. Pone en evidencia la flaqueza de nuestro ser y nuestros triviales deseos. Nos devuelve a nuestro vulnerable querer de infancia... "como quitar el dulce a un niño". El derrotado es el niño, el ser humano que piensa que domina la naturaleza propia y de las cosas. Es el hombre que no ha podido vivir consigo mismo, quien no ha hallado la paz de la tregua.
Debería preguntarse si el sentido de la derrota es el mismo al de error. Aunque el primero parece tener una filiación más cercana al ánimo beligerante, el otro con la tradición de la razón y el conocimiento. Sin embargo, no necesariamente la derrota puede ser producto del error, y quién sabe si un error conduzca a la derrota.
La vida está hecha de error. Es falible. Pretender lo contrario es mentir, engañarse. La vida es incontrolable --quizá de ahí que sea femenina la palabra--, pero muestra también la fuerza humana. Si como personas somos capaces de sobreponernos a los fallos y continuar, quiere decir que el error no es absoluto. El error es sólo un plazo vencido antes de tiempo, antes de la asunción de una idea mediante su realización en comunidad con el mundo.
Así, la derrota puede tener un paralelo: la derrota es la alternativa a una idea de éxito. Frente a la ignorancia que nos es revelada en el error, la derrota nos muestra el fallo de nuestro deseo. Mucho más combativo que las tradiciones apaciguadoras de la razón. Lo que descubren tanto el éxito como la derrota tiene que ver más con la sabiduría y la vida, que con un superficial conocimiento de las cosas: tiene que ver con el sabor de nuestra propia y real existencia. No con la entidad abstracta de lo que somos.
El error nos puede dar un sí y un no; y afirma después que significan ese sí y ese no. La derrota nos dice porque es deseable el sí y temible el gran no. El error puede ser tomado hegelianamente, y decirse con serenidad de que cumple una función que nos pone en armonía con la realidad. La derrota nos muestra que la voluntad es feroz y el deseo nos carcome.
La belleza del deseo que carcome es que jamás se satisface, no pude yacer henchido al lado nuestro. No se llena de nuestra carne aunque nos vaya minando. Al contrario, puede llevarnos hasta los huesos y seguir espoleándonos, empujándos irrebatible y sin fatiga. Silencioso y contundente como un pequeño Eros enloquecido con espejo.
El sentido de la derrota es que nos pone en juego, nos reclama y nos humilla. Pone en evidencia la flaqueza de nuestro ser y nuestros triviales deseos. Nos devuelve a nuestro vulnerable querer de infancia... "como quitar el dulce a un niño". El derrotado es el niño, el ser humano que piensa que domina la naturaleza propia y de las cosas. Es el hombre que no ha podido vivir consigo mismo, quien no ha hallado la paz de la tregua.
Olor
El amor se puede reducir a los olores esenciales del cuerpo. Quien está dispuesto a compartir la existencia contigo reconoce tu animal presencia mediante los signos ciegos del sudor, la saliva y todos los demás fluidos elementales que permean nuestras ropas, que manchan nuestras cosas, que gotean o chorrean desde nuestra piel, los poros y demás orificios. Perfumes de nuestra segunda presencia, mediante estos restos el fantasma de nuestra memoria gana peso, se vuelven un monumento contundente cuando abandonamos un lugar. Llenan nuestras camisas, el sillón donde nos dejamos caer, abundan en nuestro lecho mojando sábanas, dejando nuestro inevitable sabor. La experiencia de la vida se hace más honda cuando recuperamos recuerdos a través de ese apéndice animal que es el olfato. Marginado al extremo de un sentido casi ornamental mediante él recuperamos un vínculo extraño con nuestra tierra. Nuestro atrofiado olfato nos obliga a pegarnos a las cosas, a hacer físico el acercamiento, a degustar casi, --por un delirio de tendencias delicadamente seductoras-- recobrando la distancia que la rutina a cubierto con desenfado e ignorancia: con tonta indiferencia.
¡Qué ebrio placer el olfato cuando va acercando a los amantes, cuando los hace encontrarse sin andar a tientas en la oscuridad del amor!
¡Qué ebrio placer el olfato cuando va acercando a los amantes, cuando los hace encontrarse sin andar a tientas en la oscuridad del amor!
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