El amor se puede reducir a los olores esenciales del cuerpo. Quien está dispuesto a compartir la existencia contigo reconoce tu animal presencia mediante los signos ciegos del sudor, la saliva y todos los demás fluidos elementales que permean nuestras ropas, que manchan nuestras cosas, que gotean o chorrean desde nuestra piel, los poros y demás orificios. Perfumes de nuestra segunda presencia, mediante estos restos el fantasma de nuestra memoria gana peso, se vuelven un monumento contundente cuando abandonamos un lugar. Llenan nuestras camisas, el sillón donde nos dejamos caer, abundan en nuestro lecho mojando sábanas, dejando nuestro inevitable sabor. La experiencia de la vida se hace más honda cuando recuperamos recuerdos a través de ese apéndice animal que es el olfato. Marginado al extremo de un sentido casi ornamental mediante él recuperamos un vínculo extraño con nuestra tierra. Nuestro atrofiado olfato nos obliga a pegarnos a las cosas, a hacer físico el acercamiento, a degustar casi, --por un delirio de tendencias delicadamente seductoras-- recobrando la distancia que la rutina a cubierto con desenfado e ignorancia: con tonta indiferencia.
¡Qué ebrio placer el olfato cuando va acercando a los amantes, cuando los hace encontrarse sin andar a tientas en la oscuridad del amor!
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