Es un lugar común el que las apariencias engañan. A veces es del lado del cielo donde encontramos el umbral que da paso a los infiernos. Puras convencionalidades entre fantasmas anfibios. Quizá tal sea la naturaleza de los placeres: una dualidad cortante, aguda y llena de granos de azúcar que termina por amputarte los labios. Así, como las promesas de quienes han muerto ahogados jurando que volverían a ver la orilla de un continente escondido.
Encontrarte suponía (tú sabes que me refiero a ti) levitar, hacer aire entre mis pies y el suelo. Al contrario, fuiste una losa que me empuja a llenar una oquedad, una herida en la tierra. Mis ojos se llenan de eso que ya no es polvo: es carne de lunas, mis ojos ahora son una marca. La herida que te repite.
Todas las conmociones telúricas que hacen la música que nos habita refrendan sus peticiones de sacrificio como una vieja deidad ávida de vírgenes y mancebos. Ahora que todos han muerto, ahora que Dios también ha muerto, cuando el mundo no es más que una imagen agónica tú eres la duda que abunda frente a la única certeza: la fragilidad de cualquier sueño a ojos cerrados o abiertos... Esa duda, esa fragilidad eres tú, también destinada a una muerte baladí.
Soy el agonista, cuando se reviente la burbuja de esta fantasía no quedará más, mientras a medrar con el hambre que hace huesos, impertinente y tenaz. La vida es una penitencia, donde el placer es un premio extraño que sólo sirve para confundir las cosas. La verdadera vida es la pelea, el absurdo y un error.
Sé fiel hasta la muerte.
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