Lo que me agrada de mis amigos, y particularmente de mis amigas, es compartir esa vocación por el absurdo que es la lucha, modesta o grandilocuente, gesto tonto ante la muerte: la silenciosa, la grave. El revoloteo de todo, las miradas distintas, el jugo que cuelga de algunos lados. Incluso los Colores, cosa estúpida, tienen discretas relaciones con el ánimo humano. Algo tan superficial enciende, agita o calma otro algo tan inmaterial como el agitado vacío que llamamos alma. Entonces lo que reina en mí es el desconcierto. La fascinación me abandonó, también la curiosidad.
Al parecer cosas nimias, mínimas realmente, son las que nos conmueven diariamente. Ya no hay epopeyas ni grandes holocaustos, no hay mitos crudos, sólo televisión-repetición. ¿Héroes anónimos? Farsas y máscaras somos, restos de lo que debimos ser. (Cuánta claridad esta noche: siempre somos restos de lo que debimos ser). Los Héroes cotidianos son el consuelo para nuestra medianía, la mentira tras el reproche oscurecido en nuestra alma.
Sin embargo el amor, incluso puesto en duda, es la única posibilidad --con su locura y precisamente por ella-- de tener instantes de clarividencia. Es la única reserva generosa para invertir las reglas que con enconada fe hemos impuesto al mundo y al final nos han cercado. El amor es dádiva, fiesta e infortunio. El vientre roto de Venus espumosa. La muerte multiplicada infinitamente para poder ser vida. Nadie da lo que no tiene, hay que dar la muerte, porque la muerte da la vida (no la verdadera vida, sólo vida a secas).
viernes, 28 de septiembre de 2007
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